El hábito de contar

Por Dora A. Ayora Talavera | @DoraAyora

Uno adquiere hábitos en la vida y no se da cuenta cómo ni cuándo ya los hizo suyos. Hábitos que no necesariamente tienen una utilidad práctica, pero los tenemos. Yo por ejemplo he desarrollado la habilidad de contar cosas. A veces como pasatiempo, por curiosidad y otras con fines netamente investigativos.

Cuento cosas  donde quiera que vaya, mientras manejo por ejemplo, puedo contar “volchos amarillos” o camionetas del mismo color. Nunca había notado cuánta gente tiene un coche como el mío, hasta que los conté.

Cuando viajo, es un entretenimiento muy interesante averiguar cuántas filas tiene el avión o el camión, y cuántos vagones un tren. Cuántas maletas son de la misma marca que la mía y cuántas hay del mismo color.

En los edificios es increíble el número de ventanas que podemos encontrar, cuántas están cerradas y cuántas abiertas, las que tienen cortinas, las luces encendidas o adornos pegados que puedes disfrutar.

Al ir a un congreso puedes maravillarte de cuántas nacionalidades podemos coincidir en un mismo evento, de cuántos continentes venimos y cuántos idiomas distintos hablamos, además de la cuenta común sobre cuántos hombres y mujeres somos.

Las largas esperas en las salas son motivo perfecto para contar focos, lámparas, tipos de sillas y número de personas que transitan por esos pasillos y espacios. También para contar el número de palabras, letras repetidas que están en folletos y anuncios publicitarios que se encuentra dentro de mi campo visual, valga reconocer que últimamente le he notado un poco disminuido.

He contado cuántos miembros tiene el coro, la orquesta y los espectadores que coincidimos para escuchar la Novena Sinfonía Coral de Beethoven, así como el número de bailarinas que hay en el Lago de los Cisnes y el número de personas que van con abrigo de color al teatro.

En clase, mientras los estudiantes trabajan, cuento cuántos de ellos usan pantalón, short o falda de mezclilla y cuántos de estos son de otro tipo de tela. Contabilizo cuántos llevan chancletas, tenis y zapatos formales. Si predomina algún color de blusa o playera, cuántos son estampados y de color liso.

Aunque disfruto contar cosas, los buenos modales me indican que nunca debo contar cuántos tacos se come alguien o cuántas cervezas se toma, ¡eso es de muy mal gusto!

He hecho cuentas muy tristes, de cuando dices adiós y sabes que ese adiós lleva incrustado el tiempo… un año, doce meses, 52 semanas, 365 días, 8760 horas, 525600 minutos, y que multiplicado por 3, 4 o 5 se vuelven tu existencia.

También cuento cosas de la vida. Ya llevo 17 años contabilizando cada 15 de abril, la primera vez que mi hija Ana se paró sola en su cama. Contabilizo los años de mis cirugías, de mi uña perdida, de la piedra de mi riñón, de la muerte de mi padre y el accidente de mi madre; del cobro de mi primer cheque y por supuesto, del aniversario de mi camioneta.

Hace poco más de tres años empecé mi propia cuenta, así, solo porque quise, desde el 4 diciembre de 2011 cuento los días. Cada mañana en mi libreta de notas pongo la fecha y el número de día que es, llevo contabilizados 1248 días, puedo decir que son de felicidad, pues están llenos de una conciencia especial sobre mi vida, de mi alegría y deseo de estar bien.

Contar cosas es totalmente inútil, pero me entretiene. Me asombra lo que descubro y me maravilla que siempre hay algo nuevo que contabilizar. Entonces contar es una manera de decir quién eres, a dónde has ido, qué has visto; los números y las cuentas se vuelven testigos de tu vida y es eso lo que convierte un hábito inútil en un registro de ti, y entonces contar con números se vuelve una manera de confesar, de narrar numéricamente, es un conteo nada inocente de quien eres.

Por mi parte quiero seguir contando, llenar libretas enteras de números para tener un registro cuantificado de lo que vivo, para relatarme en cifras y narrarme en dígitos.

Mail: finaat@prodigy.net.mx

La peor elección de mi vida o una ciudadana en apuros

Hace como una semana descubrí que el próximo mes de junio cumplo 30 años de ejercer como ciudadana mi derecho al voto. ¡Rayos! Sí… cumplo 48.

Tengo una religión que no profeso y aún así doy gracias a Dios por no tener credo político. Gracias a ello —en cada elección que me ha tocado— he participado libre y voluntariamente, sólo la primera vez feliz y orgullosamente.

He votado por Presidentes y Alcaldes, por Diputados y Senadores locales, federales… y nunca ha ganado ni el partido ni la persona por quien voto.

Mis votos nunca han sido por convicción; la mayoría han sido por eliminación y uno que otro por resignación. No sé si sea culpa de la edad, de la situación del país o de los medios de comunicación, pero en esta ocasión como nunca antes, me siento agobiada. Bombardeada de información que no me es útil para elegir. La idea del “voto inteligente” me resulta ridícula cuando no hay por quien votar.

He llegado a un punto en el que no creo en nada ni en nadie. Todo lo que suena a política me disgusta. Aunque no veo mucho la televisión, en cuanto aparecen los spots políticos le cambio o la apago; si escucho el radio, apenas aparecen, le cambio o pongo un cd, siempre es mejor cantar con Javier Solís, Zoé o Ana Carolina.

Pero el tiempo se me acaba y estoy en blanco. Me queda menos de mes y medio y no creo cambiar de opinión sobre ningún partido ni figura política.

A veces creo que los partidos se burlan de nosotros con sus candidatos y sus campañas, me enoja que crean que soy una idiota.

Me molesta que pasen a mi casa y me digan: “nos dijeron que eres simpatizante del partido…” “le trajimos vales de descuento como regalo…” o que en los semáforos se echen encima de mi carro, como marabunta, grupos de jóvenes con banderas y panfletos con fotos de sus candidatos. Tratan insistentemente que les abra la ventana para que me los den, ¡si no los quiero! También me molesta sobremanera llegar a mi casa y ver el buzón lleno de folletos políticos… sólo pienso en todo el dinero que se gastan en esto ¿qué se supone que debo decirles? O ¿qué debo hacer?

¿Cómo puede una ciudadana, participar confiadamente de una elección democrática que carece de credibilidad y en la que abunda la incompetencia y la falta de seriedad?

No es una elección en la que me preocupe el proceso electoral en sí mismo, si robarán casillas, si harán trampa o si comprarán los votos, eso es una nimiedad comparada con el dramatismo de que no hay partido ni político por quién votar, eso es verdaderamente una calamidad.

Soy una ciudadana en apuros, a la que ésta vez un voto por eliminación, por resignación y sin convicción, no le será suficiente para atreverse a marcar una X el próximo 7 de junio.

¿Alguien tiene una estrategia mejor?

@DoraAyora

No lo digas muy fuerte pero sí… ¡hay calor!

Publicado en el Diario de Yucatán.

8:00 am 25° centígrados

¿Cómo? 25° pero ¡¡si apenas está amaneciendo!!

¡¡¿¿A cuántos grados vamos a llegar hoy??!!

Basta con pensarlo, basta solamente con que la idea asome en tu cabeza y estás perdida. Basta con que te atrevas a pensar… ¡que calor! Y entonces es darle permiso a tu cuerpo para empezar a sudar. Para sentir cómo esas gotitas se escurren por tu frente, por tu espalda, ver cómo de tus brazos empiezan a emanar perlas transparentes con el potencial de convertirse en ríos, torrentes salados.

No hay nada como abrir tu carro a medio día y sentir una ráfaga de aire hirviendo a por lo menos 80°, es para morirse; pero subirte, abrir las ventanas sin respirar para que esos vapores de fuego no quemen tu tracto respiratorio y tus pulmones, ¡eso es heroísmo!

Ir por la calle o en la carretera y de pronto ver que el pavimento se evapora o que a lo lejos hay una laguna; te sorprendes y caminas para intentar acercarte y simplemente descubres, ¡es un espejismo!

No importa qué tan temprano sea en la mañana, imposible a media día, o a las 8:00 de la noche, no hay manera de salir a correr y no terminar sofocada, con cara de tomate, con las manos hinchadas, bañada en sudor y muriendo de sed.  ¡Eso es disciplina!

Qué le hace este calor al cuerpo que aún debajo de la regadera sigue sudando, por lo menos eso me parece, ya que cuando sales de bañarte y te secas, no hay manera de secarse, pareciera que la toalla es una especie de brocha que quita el agua del baño al mismo tiempo que te vuelve a poner sudor en el cuerpo. ¡Eso es sorprendente!

No hay nada como tratar de dormir una siesta a medio día o simplemente en la noche; si duermes en hamaca descubres que está hirviendo tanto como la pared de la que cuelga; y de las sábanas de tu cama ni qué decir, parecen acabadas de planchar, no por lo lisitas, si no por lo calientes. ¡Eso es calor!

Aquí uno no se baña para estar limpio, entras a la regadera con la ilusión de un baño fresco, y qué descubres, que hay que bañarse en 17 segundos, 8.5 con la llave del agua caliente justo antes de que hierva y 8.5 del agua fría antes de que te despellejes. ¡Eso es valentía!

Cada mañana frente al espejo, aún con la ilusión de que ese baño realmente refresque, sabes que el efecto es fugaz, pues rápidamente notas que tu cuerpo empieza nuevamente a sudar copiosamente impidiendo dos cosas, vestirte y maquillarte. No hay poder humano que impida que empieces el día sin que tu ropa se moje y que tu capa de maquillaje sea perfecta, discreta y homogénea, pues la textura de tu piel húmeda no lo permite. ¡Eso es tu vanidad puesta en jaque!

No se trata de si eres una atleta esbelta y muy fuerte o una mujer con carnitas y muy ágil, es seguro que si te atreves a comer sopa de lima o un poco de habanero, te derretirás de sudor y de placer. ¡Eso es golosidad!

Claro que tender tu cama, quitar tu hamaca, ordenar tus libros, lavar tus dientes son actividades que justifican un sudor copioso a cualquier hora del día. ¡Eso es la vida cotidiana!

Pero que sentarte a escribir, leer, pensar, escuchar música sin moverte o simplemente hablar tengan el mismo efecto, eso ¡eso es una infamia!

Pero así se vive en este lugar localizado entre la latitud 21°38´ – 19°32’ y la longitud 87°22’ – 90°24’ de nuestro planeta, o sea aquí en Yucatán. ¡Eso es la felicidad!

@DoraAyora

Armando una historia de rompecabezas

Desde hace veinte años tengo afición por armar rompecabezas. El primero que compré fue La Orana María de Paul Gauguin, mil piezas, de la marca Nuova Arti Grafiche Ricordi (AGR)… ¡son lo mejor que hay!

El tamaño de las piezas, el corte cuidadoso y bien logrado, la calidad de las impresiones, los colores, los acabados, pero sobre todo, la exactitud en el engranaje de las piezas, me lleva a imaginar el concepto “timing” que utiliza el ballet para referirse al ritmo, velocidad y pausas cuando una bailarina se mueve o detiene, acompañado de los sonidos y movimientos exactos para generar ese sentimiento dramático y de acción en las obras.

Al armar un rompecabezas, no hay placer más extraordinario que cuando la pieza ansiosamente buscada encaja y se acomoda suave y exacta en otra, creando ese “timing” gozoso de embonar la extremidad perfecta.

Mi afición no es solamente por armarlos, también lo es por coleccionarlos. Al terminarlos, los dejo expuestos un tiempo en la mesa, les sacudo el polvo, los miro y miro; luego los vuelvo a desbaratar y los guardo. Cuando pasa el tiempo y se me antoja los vuelvo a armar. Hará unos cinco años que me dediqué a armarlos todos. Los fui enfilando uno sobre otro, así que tenía sobre la mesa una especie de torre plana con todos mis rompecabezas. Ahora están apilados en sus respectivas cajas.

Me gustan las piezas que forman pinturas famosas; no me gustan los paisajes ni los animales ni los puentes y mucho menos esos que son de muchas figuras chiquititas que en conjunto forman otra imagen más grande. He pasado horas y días armando obras de Gauguin y Van Gogh, Matisse, Remedios Varo, Picasso, Dalí, Kandisky, Rousseau, Velázquez, Da Vinci, Veronese, Degas y Klimt.

Además, he sofisticado mis adquisiciones. Al principio las compraba en jugueterías, pero desde hace varios años me dado la alegría de comprarlos en museos y tiendas especializadas. Así que tengo singulares souvenirs de la “National Gallery” y “The Natural History Museum” de Londres, del “Ashmolean Museum” de Oxford, del “Museo Maggritte” de Bruselas, del “Museo Nacional del Prado” en Madrid, del “Louvre” en París, entre otros.

Evidentemente ¡tengo mis favoritos! Solamente mencionaré dos y que curiosamente… no son pinturas famosas. Uno de ellos lo encontré en el Ashmolean, Museum of Art and Archaeology, University of Oxford. La imagen que se conforma es una reproducción del Manto de Pocahontas. El manto original es de piel de venado y está decorado con conchas. Una diferencia es que en vez de cartón las piezas están hechas de madera, unos tres milímetros de grosor. Las piezas no son con formas tradicionales. Así como dos piezas pueden formar el marco de un “cuadro” puedes encontrar un pincel o una forma completamente irregular. Aunque sólo tiene 250 piezas es una obra de arte que verdaderamente se disfruta armar… y oler.

El segundo es un regalo que me hicieron y tampoco es una obra de arte. Según la caja es el rompecabezas más difícil de todo el mundo. Me retaron y acepté. Consta de 529 piezas, pero dada su dificultad equivale a un rompecabezas de 4000. ¿En qué consiste? Es un pequeño cuadrado de 38 cm por 38 cm, cuya imagen son puros clips de colores regados. Lo interesante es que es un rompecabezas de doble vista; es decir, tiene la misma imagen por ambas caras solo que la imagen en una de ellas esta girada 90° en relación a la otra y todas las piezas, con excepción del marco, son exactamente del mismo tamaño y forma. No hay manera de saber qué lado es cuál, ya que la forma como fue cortado impide que las orillas estén dobladas de manera que no se puedan identificar. La caja recomienda que si te parecen confusas las explicaciones lo que tienes que hacer es ¡intentar armarlo! Y ya lo hice tres veces.

Ninguna mesa de las que tengo da la talla para mi hobby. La superficie no me alcanza. El rompecabezas más grande que tengo es de 1500 piezas, sueño con tener uno de 5000.

Si algún día quieren hacerme feliz, regálenme un rompecabezas. O una mesa.

@DoraAyora

¿Qué se sentirá manejar un tráiler?

Viajar en carretera ha sido siempre una experiencia que disfruto. Mi papá fue un gran chofer, de él aprendí. Verlo conducir era fabuloso. Sobre todo cuando viajábamos en las vacaciones y salíamos de México, D.F. a las 3:00 de la mañana para llegar a Yucatán a las 10:00 de la noche, deteniéndonos solamente para cargar gasolina y para que seis niñas entre un año y doce fuéramos a hacer pipí.

Ver manejar a mi papá, sus manos morenas, duras y firmes sobre la guía, era apoderarme de su destreza al volante. Imaginaba que era yo quien conducía el carro, sentía el placer del cambio de velocidades, de poner las direccionales para rebasar, la velocidad al tomar la delantera en el carril opuesto para volver al carril correcto con la satisfacción de dejar atrás al “carro lento”.

Éramos tantas hijas que no cabíamos en el coche… que en una época fue un Ópel azul cielo, en otras un Malibú café que luego se convirtió en verde escarabajo. Yo me empeñaba en ir sentada en la cajuelita que había en medio de los dos asientos delanteros, colocando mis piernitas en los costados, a la izquierda rozando la pierna de mi papá, a la derecha la de mi mamá.

Imaginar mi tamaño en esas dimensiones me hace pensar que fui verdaderamente pequeña y raquítica; eso no importaba para sentirme el copiloto principal, pues era la encargada de pasarle primero a mi papá y luego a mis hermanas agua y comida, sándwiches de escabeche que mi mamá preparaba y surtía desde los primeros minutos tras salir de casa.

Aunque el sueño muchas veces me vencía, trataba de mantenerme despierta todo el tiempo para acompañar a mi papá. Recuerdo cómo de pronto, entre sueños, Javier Solís empezaba a cantar o las trompetas de la orquesta de Glen Miller empezaban a entonar In the mood.

Las noches que lograba ganarle al sueño, no podía dejar de mirar cómo mi papá movía los dedos de la mano izquierda. Era señal de que pensaba. Cuando conversábamos me iba mostrando cómo conducir certera y cautamente el coche.

La carretera era oportunidad de ver cuanto modelo de automóvil se podía uno imaginar, pero lo más fascinante era observar el bamboleo de las pipas y los tráilers de doble remolque. Fue por iniciativa de mi papá que me enrolé en el hábito de contar sus llantas, pero casi siempre pasábamos tan rápido que no lograba terminar, ese era un estímulo perfecto para mantenerme alerta.

Cuando los tráilers eran de un solo remolque no resultaba tan difícil contar sus una-dos, tres-cuatro, cinco… diez llantas. La práctica y la edad me hicieron hábil para contar de un solo tirón las treinta y cuatro que un doble remolque trae, a veces lograba incluirle dos más si llegaba a contar las de refacción que llevan abajo.

Manejar un tráiler ha sido un antojo. Me resulta verdaderamente fascinante su tamaño, su fuerza, su poder, la gran habilidad que hay que tener para calcular los espacios para pasar. Y no sé por qué, pero en mi mente se recrean dos escenas: mis recuerdos del pasado en la carretera admirando su magnificencia y contando las llantas… y una imagen del futuro donde sonrío a mis ochenta años desde el asiento del chofer, disfrutando cómo se siente manejar un tráiler.

@DoraAyora

Un pueblo bicicletero

Estamos acostumbrados a oír en tono despectivo que vivimos en un pueblo bicicletero. No sé realmente en qué se piensa cuando alguien lo dice, pero si me imagino uno esos pueblos que he tenido la suerte de conocer, honestamente la idea me gusta mucho.

Conocí un pueblo bicicletero en el que su principal medio de transporte son las dos ruedas, aunque también había las dos piernas… y las cuatro, seis, las doce y hasta las más de cien ruedas, si pensamos en el tren.

¿Qué encontré en ese pueblo bicicletero?

Una ciudad que privilegia la presencia de peatones y bicicletas hace fascinante andar por las calles, apreciar entre otras cosas la diversidad de modelos que pueden existir y de los cuales elegir de acuerdo a tus necesidades.

Describiré algunos ejemplos que encontré:

Había los modelos Old Fashion, son las más comunes y las que llamo Bici-carcachas, que van tronando con cada pedaleada. Son muy seguras para el peatón ya que sabes que están viniendo por todo el ruido que hacen; parece que a los dueños no les importa, van muy tranquilos y sin pena en un andar sonoro.

También hay modelos Modernos, esas de carreras, delgaditas, las que parece que no pesan nada y van a toda velocidad. Pasan tan rápido que el ciclista puede abanicarte y ni cuenta te das, solo sientes el aire fresco pasar.

Los modelos Familiares son buenísimos, de dos y hasta tres personas. Como las que una vez soñé tener con mis hermanas para salir a pasear. Hay muchos tipos de modelos dobles: una grande adelante y una chiquitita atrás, las usan para llevar a los niños a la escuela. Otro modelo familiar es el de la bicicleta normal con sillita atrás, donde van los bebés muy bien amarrados con cinturón de seguridad y casco, ellos van cabeceando completamente dormidos mientras los transportan.

También pude ver lo que llamo los modelos Twins que son como las motos con carrito de lado, la bicicleta grande que lleva una cabina abierta o techada, según el clima, ahí también van niños o bebés.

Había un modelo que hubiera sido ideal para mi papá, era como un triciclo de carga pero con la canasta atrás, grande. Me lo imagino con sus pantalones cortos y sus chancletas de piel de venado manejando su triciclo; en la canasta trasera su rifle y un jabalí, producto de su afición a la cacería. Claro que este modelo también puede ser utilizado para llevar las compras del supermercado.

Otro modelo, es el triciclo con canasta grande adelante, solo que está completamente cubierta de tela de cuadros y a la persona que va adentro solo se le ve la cabeza, en las épocas de lluvia puede ser muy útil.

Si las prácticas sociales hablan mucho de la cultura de un país, imagina los modelos que los mexicanos seríamos capaces de crear con nuestro gran ingenio. Y cómo cambiarían nuestras prácticas de transporte.

Un pueblo bicicletero como el que conocí también tiene carencias, no hay vendedores ambulantes, no hay perros callejeros, no hay ni un solo letrero publicitario en los edificios y en épocas electorales no hay hordas de propaganda política que invaden la ciudad y la hacen invivible visualmente.

No creo que todos los pueblos bicicleteros tengan que ser iguales, pero si serlo implica tener una ciudad que privilegia a sus ciudadanos más que a sus autos, que privilegia la belleza de la ciudad y sus edificios más que al marketing, haría de nuestras ciudades espacios que en su organización favorecerían la sana práctica de caminar y andar en bicicleta.

¿Deberíamos convertirnos en un pueblo bicicletero? ¿Qué piensas?

@DoraAyora

Cuando aprendí la palabra Patria

Aunque nunca fui buena estudiante, tengo muy gratos recuerdos de la primaria. Fui, y sigo siendo, de las que “no aprenden a la primera”, de las que siempre pasaron de panzazo. A diferencia de mis seis hermanas, nunca fui brillante ni sobresaliente, menos la consentida de la maestra. Es más, estoy segura que alguna vez mi pobre madre debió preocuparse por mi futuro.

Aun así recuerdo felizmente las largas caminatas para llegar a la escuela. El frío que me calaba el cuerpo huesudo —que en esas épocas tenía— y me congelaba las manos. Un frío que muchas veces me hizo, aquí entre nos, ir con pantalón de pijama bajo del uniforme para mantenerme calientita, a pesar de las protestas de mis hermanas, compañeras de caminata.

Entrábamos al salón con “La marcha de Zacatecas” caminando en fila con aquel energizante taratatá-tará-tatá  taratatá-tará-tatá. Y aunque el baile tampoco fue ni ha sido lo mío, con qué entusiasmo me moví al ritmo de “La Culebra” en sexto, con mi vestido naranja y sus cintas de colores.

Recuerdo la nieve de limón que vendía el conserje, Don Pedro, en el recreo y la especial de fresa que preparaba para regalar un vasito a cada niño los 30 de abril. No menos importante era el maestro de deportes —según mis amigas y yo era guapísimo y olía delicioso— pasábamos una y otra vez junto a él sólo para olerlo.

Aunque fue agobiante, logré salir adelante de la amenaza de regresarme un año atrás si no me aprendía la tabla del 9, y aunque el temor a la entrega calificaciones siempre estaba presente, sobreviví.

Tal vez no aprendí de memoria todo lo que se espera. Tal vez ya olvidé mucho de la Historia que repasamos una y otra vez. Tal vez sigo sin comprender parte de esas matemáticas que tanto que me enfatizaron. Del modo, tiempo, número, persona de la gramática ¡qué puedo decir! Difícil.

Estas épocas tan revueltas y sucias que vivimos en el país, me han hecho pensar en la lección que mejor aprendí, la lección más importante que en la escuela me enseñaron: la palabra Patria.

No sé cómo, cuándo ni de qué manera, pero eran años donde ante todo me enseñaron a amar a México… y hoy haberlo aprendido me duele.

Sé que mi hija Ana, nacida casi veinte años después a mi pasaje por la primaria, ama a su país, pero estoy segura que de una manera muy distinta a la mía, por la forma como me educaron, por la manera como en la escuela se hablaba de ser mexicano.

Los homenajes a la Bandera —aunque me desmayaba— eran rituales solemnes de verdad, porque así lo sentíamos, porque así nos enseñaron a vivirlo. Porque esas ceremonias para una niña de 7, 8, 9 años no eran nada más cantar el himno y saludar a la bandera mientras la escolta se paseaba frente a nosotros para después decir a coro el juramento; aquellas mañanas eran una manera de crear una identidad, un compromiso y respeto por mi tierra, mi cultura, por mi casa.

Hoy, tras la ventana de mi habitación en la quietud de la tarde, miro mi jardín y me duelo, pienso ¿cómo vamos a salir de ésta? ¿cómo vamos a hacer que el país se componga? ¿quién va a hacer la diferencia? ¿cómo contribuyo desde lo que hago como docente, terapeuta y madre para que las cosas cambien, para que sean mejor?

A veces me veo cobarde, otras impotente, otras más como una revolucionaria que desde su trinchera hace lo que puede. Y no es suficiente.

Me duele México.

He pensado últimamente que quisiera que no me importara, que no me doliera, que pudiera hacer como si nada. Ser indiferente. Pero no puedo. Y en ocasiones como hoy que me siento desesperada y rabiosa sin saber qué hacer, me digo: ¡ojalá nunca hubiera aprendido a sentir la palabra Patria!

@DoraAyora

De Relationship a Relationshit

El lenguaje nos permite jugar: basta cambiar una letra para transformar palabras y con ello la perspectiva y el significado que nos ofrecen. ¡Vamos a ver!

Toda interacción humana empieza siendo una relación, así, a secas, suponiendo que dos personas entran en contacto por primera vez sin haber escuchado jamás nada la una de la otra. Es difícil, a menos que sea un encuentro casual y azaroso, que no hayan predisposiciones ni expectivas.

A partir de ahí el vínculo puede convertirse en relación de amistad, de trabajo, de amor. Con el paso del tiempo, la interacción, el diálogo, las circunstancias, el conocimiento adquirido, las expectativas creadas, la voluntad y el interés, son lo que transformarán ese encuentro casual en algo habitual y cotidiano.

Considero que todas las relaciones están en potencia, ya que ninguna relación “es”. Hay que construirla, hay que hacerla cada día. Ni siquiera las relaciones que se suponen básicas como madre-hijo, pareja o familia son naturales y espontáneas.

Todas están cargadas de significados sociales acerca de cómo deben ser, sólo que éstas no son hasta que las hacemos. Las relaciones madre-hijo y las relaciones de pareja no son por naturaleza amorosas, así como tampoco espontáneamente las relaciones de amistad son respetuosas, ni las relaciones jefe-empleado, incluyentes.

En el diálogo, como forma de interacción, elegimos palabras para comunicarnos. Éstas contribuyen a moldear nuestras relaciones hasta convertirlas —aunque no de manera definitiva y menos estática— en modos de vida.

No se trata de esclarecer qué cambia primero, si las relaciones o las palabras que usamos para nombrarlas. Lo que es evidente es que algo pasa entre una madre y su hijo cuando él pasa de ser “la luz de mis ojos” al “sucio insoportable”; cuando la pareja deja de ser “mi amorcito” para convertirse en “ese inútil”; cuando una jefa pasa de ser “un modelo a seguir” a una “neurótica amargada”.

Las relaciones cambian y la forma como hablamos de ellas, también. No solamente son diferentes las palabras, también el tono de voz se modifica, el lenguaje no verbal y toda forma de significar se transforma.

Qué fácil resulta amar, respetar y admirar a “mi luz”, “mi amor” y “mi modelo” y qué difícil lo es si hablamos de alguien “insoportable, inútil y amargado”. El lenguaje es peligroso, tiene el poder de transformar nuestra convivencia y diálogo cotidiano, volviendo amadas “Relationships” en insostenibles “Relationshits”.

Si podemos elegir las palabras con las que vamos a nombrar algo, con las que nos vamos a comunicar; si podemos pensar lo que vamos a decir y detenernos antes de actuar… ¿por qué hay relaciones en las que elegimos ser hirientes, groseros e irrespetuosos mientras en otras somos amables, atentos y cariñosos?

Sustituir lúdicamente una “t” por una “p” al final de una palabra puede leerse divertido, pero cuán triste e incómodo puede ser cuando esa palabra representa una relación que se ha transformado.

Jugar con el lenguaje es riesgoso, no lo menospreciemos, así como crea realidades y relaciones extraordinarias también crea otras que son destructivas. ¿Qué palabra quieres construir? R E L A T I O N S H I _ S. Cada quién decide.

@DoraAyora

La ironía viral de los Memes

Publicado en Nexos. 

Es imposible no reír a carcajadas al ver a Anastasia y Griselda —las hermanastras de Cenicienta— con la leyenda “A ver si nos pescamos al Harry” a propósito del reciente viaje de Peña Nieto con su familia a Inglaterra.

Cuando uno logra sobreponerse al ataque de risa entonces puede pensar en el ingenio que se requiere para hacer un meme, en quién será la persona que está detrás él y si acaso no tienen nada más que hacer.

¿Qué ha hecho tan populares a los memes? ¿Dicen algo de la cultura contemporánea?

Mientras los avances tecnológicos, médicos y las políticas de salud, han aumentado la esperanza de vida en todo el mundo —en general 81 años para hombres y 87 años para mujeres, según la Organización Mundial de la Salud— paradójicamente lo que nos rodea dura menos tiempo. Una licuadora, un coche, los muebles de tu casa, un novio, un matrimonio, son ahora casi desechables.

La vida ya no es ese laaaaargo periodo en el que crecemos, nos reproducimos y morimos; ahora parece una cadena de acontecimientos breves que se unen unos con otros. Vivimos épocas donde las cosas necesitan ser rápidas. No nos gusta esperar. Tenemos prisa. Los dispositivos electrónicos se actualizan a tal velocidad que cuando nos acostumbramos a la 3ª versión ya salió la 4ª y se especula sobre la 5ª.

Esta evolución de la cultura va de la mano con modos de lenguaje y comunicación congruentes con la dinámica social. Los memes, como lenguaje y fenómeno lingüístico, ayudan a construir esta cultura de lo concreto y veloz. Son ejemplo de los modos sociales de comunicación que favorecen esta transformación cultural.

Aplicada a la comunicación y vista como una forma de lenguaje, la memética —se refiere a la mezcla de las palabras memoria y mímesis (imitación)— describe para mí ese aspecto “concreto y veloz” de la cultura contemporánea. Nos comunicamos con mensajes breves y concisos transmitidos en forma visual a través redes sociales, blogs, correo electrónico y noticias, leyendo desde una computadora, una tablet o un teléfono celular. Si pienso en su función social, parece que más que la veracidad del mensaje su intención primordial es decir algo irónicamente y hacerlo viral.

Lo memes nos ofrecen crítica irónica, reflexión sarcástica, lamentos burlescos, propaganda venenosa, son como un murmullo hiriente de la posmodernidad que se propaga a velocidades virulentas en las redes, haciéndonos reír y participar de una dinámica social, de una comunicación sin medida que parece no tener una finalidad clara.

Al ser anónimos, dan libertad para decir lo que uno quiera, sin miedo a la censura. Permiten burlarse grotescamente de las autoridades, quejarse de los políticos, ridiculizar las injusticias de un partido de futbol o simplemente hacer un chiste de algo cotidiano.

Pero ¿qué logran? ¿son sólo una manera de comunicar? ¿esperamos que tengan más trascendencia? ¿son un desahogo para burlarnos del mundo que vivimos? ¿esperamos que generen una verdadera conciencia y cambio social? ¿O son, simplemente, diversión y pasatiempo contemporáneo?

Como proceso creativo, hacer memes no precisa solamente de una buena frase acompañada de una imagen. Necesita de un especial sentido del humor, un humor que se actualiza, un humor de lo que ocurre diariamente, un ánimo para crear que entiende cómo es el mundo actual, una habilidad extraordinaria para pensar y comunicar de manera simple y breve.

Si la gente en la actualidad se comunicara con “memes” imaginemos cómo cambiaría drásticamente nuestra forma de relacionarnos y de aprender. ¿Cómo le hacen los padres para comunicarse larga y detalladamente con sus hijos adolescentes que tienen un lenguaje basado en memes? ¿Qué pasa con el amor entre las parejas y cómo resuelven sus diferencias si alguno de ellos solo piensa en memes? ¿Cómo discuten inteligentemente y promulgan leyes los legisladores si solo piensan en memes? Y si se usan como método didáctico, ¿cómo fomentar la lectura de grandes obras literarias y el diálogo académico si las nuevas generaciones se comunican con memes?

Con esta forma de comunicación ganamos un nuevo tipo de crítica y conciencia social: la ironía viral, que además de creativa, es divertida y se propaga a toda velocidad. Pero también perdemos riqueza en el lenguaje, en el diálogo y en el entendimiento mutuo y favorecemos modos de ensañarnos con ciertas perspectivas y modos de vivir.

A la larga ¿en qué convertiremos a los memes? ¿en una tendencia comunicativa más que se esparce como virus y que morirá tan rápido como se propaga? ¿o en una forma de comunicación con trascendencia social, que llegó para quedarse y retar continuamente nuestra necesidad de diálogo, entendimiento y acción, en pro del cambio social?

@DoraAyora